¿Qué me ha pasado? ¿De qué he muerto? No me identifico con este ser que no es sino un okupa de mi cuerpo. Este ser que se despierta cada mañana atemorizado ante el nuevo día y que ya no es capaz de hablar sin pensar antes varias veces lo que va a decir.

No soy más que un cuerpo vacío, que ni se atreve a suspirar por temor a ser oída, que respira tan levemente que apenas recibe el oxígeno necesario para sobrevivir. Un cuerpo que friega, prepara biberones, quita el polvo, cambia pañales, cocina, pone la lavadora, tiende la ropa, guarda la ropa, vuelve a poner la lavadora… y que ríe o llora siempre en función de él: El amo.

¿Cuándo pasó? ¿Cuándo dejé de luchar por sobrevivir? Ya ni siquiera añoro cuando estaba viva y me despertaba llena de energía con el primer rayo de luz, con un montón de ideas bullendo en mi cabeza, cuando aprovechaba los atascos camino al trabajo para perfeccionar las ideas y dibujar los planes de lo que iba a ser otro día que se me presentaba lleno, sin horas vacías. Y sin embargo hoy, después de que él cerrara suavemente la puerta tras de sí, en lugar de sentir el gran ahogo de la casa que cada día es más fría, de repente han aparecido restos de vida en mi cerebro, como pequeñas chispas en una hoguera extinguida y que he mantenido ocultas pero vivas hasta que he terminado de ocuparme de Paula que ahora duerme tranquila en su cuna, envuelta en olor a bebé. Ahora que por fin la casa está recogida, libre de los rastros que él ha ido dejando esparcidos por todas las habitaciones, la ropa usada en el suelo del dormitorio, el cuarto de baño lleno de pelos y toallas mojadas, la pasta de dientes destapada, vasos repartidos por todas partes y colillas en todos los ceniceros, sólo ahora las chispas se activan y prenden y siento cómo mi cerebro empieza a funcionar atropelladamente. Las preguntas, las preguntas vitales que tantas veces me han obligado a enfrentarme a la vida y a formar mi propio criterio, por fin han vuelvo. Y siento como mi ser formado a fuerza de preguntas, renace dentro de mi cuerpo.

¿Por qué? ¿Por qué me odia de repente? ¿Qué he hecho para que me desprecie de esa manera? ¿Por qué ese hombre simpático, extrovertido y alegre se ha convertido en el amo? Él dice que es por mi culpa, porque soy una inútil y no sirvo para nada. Y lo ha repetido tantas veces y de tantas formas distintas, que he llegado a creerle. De hecho hasta mi familia le cree. Ahora todos piensan que soy un completo fracaso y le dirigen miradas de compasión por tener que cargar conmigo. Él brilla cada día con más intensidad alimentado por mi energía, mientras que yo me he ido apagando un poco cada día hasta llegar a convertirme en este ser traslúcido y acobardado.

¿Cómo he llegado a esto? ¿Por amor? Mierda, las lágrimas no me dejan ver lo que escribo. Ya basta. No voy a llorar más. Ahora ya no. Es evidente que ese desprecio que escupen sus labios y que brilla en sus ojos no es amor. Todavía retumban en mis oídos las palabras que me escupió anoche cuando se separaba de mi cuerpo aplastado e indiferente, después de eyacular: “Das asco, te has convertido en una maruja gorda y fofa. Y encima lerda” Y fue el tono más que las palabras, lo que realmente me hirió hasta lo más hondo.

¿Es esto lo que querías? ¿Por esto te has dejado aniquilar? ¿Son estas las maravillas del amor? ¿Son estas las bondades de la familia? ¿Por compartir casa, que no vida, con este hombre mi-gran-amor he dejado de ser? Si es así, el sentimiento del amor es tan nocivo como el del odio, aunque yo ya apenas sé distinguirlos. ¿Quién me iba a creer si afirmara que le sigo amando mientras le odio? Y que por no querer dejar de amarle me he dejado morir. Por aferrarme a mis sueños, por el deseo de compartir una vida en pareja, he dejado de tener vida. ¡Qué trampa mortal! Al huir de la soledad física he caído en el aislamiento de la soledad en compañía.

¿Cuándo empezó esta pesadilla? Ahora lo veo claro gracias a las preguntas. Me dejé llevar tanto por mis sentimientos que llegué a encontrar placer en sentirme dominada. Él era mi dios y como tal tenía derechos sobre todo mi ser. Hice lo que me habían enseñado que tenía que hacer para mantener a mi pareja: Ceder. Primero cedí en dejar de ir al gimnasio aunque él ni siquiera mi  obligó a que lo hiciera. Sólo tuvo que poner mala cara cuando yo volvía a casa con los músculos doloridos y el cuerpo lleno de deseo de él. Un día: “Nos vemos tan poco y tú prefieres ir al gimnasio que estar conmigo”. Otro día: ”¿Qué hay en el gimnasio que te gusta tanto, acaso disfrutas mirando a los musculitos?” y así, cada martes y jueves, hasta que decidí dejarlo. Pensé “no vale la pena”. Pero claro que valía la pena. Después fui modificando mi forma de vestir de acuerdo con los comentarios que iba dejando caer aquí y allá, “Es bonito tu disfraz” “Vas llamando la atención”  «¿Siempre tienes que llevar ropa dos tallas menor?” “Ahí va ella, marcando pecho”, hasta que ya sólo tenía que mirarme para que yo decidiera no volver a utilizar ese vestido o esa camiseta  amarilla y azul marino que me quedaba tan bien. Los celos le enloquecen hasta el extremo de llegar a llamarme puta por haber hecho el amor antes de conocerle.

Y así fui cediendo en mil pequeñas cosas que no eran tan pequeñas cuando estaban todas juntas y que al final me han convertido en esto que ni yo soy capaz de respetar. Cedí y cedí ya casi sin convicción, por mera inercia. Hasta que llegó un día en que esperaba su reacción ante cualquier palabra que yo dijera y su reacción llegaba cada vez con más dureza, más seca, más despectiva, más hiriente.

“La píldora te sienta fatal. Deberías dejarla, confía en mí. Yo sé controlarme. Luego puedes ponerte el DIU si quieres, cuando tu cuerpo se haya regulado otra vez”. Y esta fue la Gran Cesión, la definitiva, por llevar el amor hasta sus últimas consecuencias, dos meses después estaba embarazada. Me quedé paralizada cuando el análisis lo confirmó. Era demasiado pronto. Yo no quería un hijo todavía. Sólo llevábamos casados 10 meses… Él se alegró mucho, me pregunto por qué. Y ahora sé por qué: Era la excusa perfecta, socialmente aceptada para obligarme a dejar mi trabajo y encerrarme en casa. Tenía que ocuparme de mi hija, y digo mi hija porque a él no le ha interesado nunca. Sólo la mira con ojos tiernos cuando hay visita.

¿Qué voy a hacer ahora? Bien, pues voy a vestir a Paula y a sentarla en su cochecito para llevarla a dar un largo paseo. El sol me ayudará a cargar las pilas. Es la primera vez en mucho tiempo que me apetece salir a la calle, sin preocuparme por si él va a llamar y no voy a estar en casa. De hecho, voy a descolgar el teléfono antes de irme. Dedicaré mi cuerpo a cuidar y atender a Paula, que hoy cumple 6 meses y mi mente a pensar y a hacer planes. Después, cuando se acerque la hora de su llegada, llenaré la bañera y disfrutaré de un buen baño perfumado, me maquillaré y me pondré los vaqueros estrechos de los que no fui capaz de desprenderme y que he mantenido escondidos en el fondo del armario, con la camiseta amarilla y azul marino y me sentaré a esperarle.

Sentada no notará la debilidad que el miedo produce en mis piernas. De hecho también maquillaré al miedo y le pondré mucho perfume para que no note su olor y me enfrentaré a él. Y a mi vida. Aunque el miedo me paralice a veces, poco a poco sé que lo conseguiré. Volveré a tomar las riendas.

 

Ana Vega