Las mujeres jóvenes han nacido durante la democracia y han podido disfrutar de los beneficios del cambio sociológico más importante del siglo XX, la liberación de la mujer. Cambios como el abandono paulatino del mundo de lo privado hacia el público, la separación entre sexualidad y maternidad, el uso libre de contraceptivos y la búsqueda de su propio camino de realización y bienestar, a través del estudio y el trabajo remunerado.

Parecería lógico pensar que esta generación ha interiorizado valores igualitarios y que su salud mental ha mejorado con respecto a sus predecesoras, sin embargo, nuestra experiencia de trabajo con mujeres entre 18 y 35 años nos dice que esto no sucede así. Estas mujeres siguen teniendo malestares psicológicos derivados claramente de los roles sociales que tienen que asumir por su educación de género, y que, actualmente, siguen siendo muy diferentes a los roles masculinos, y a veces son contrarios o están enfrentados. Así, se observa que la transformación del rol social de la mujer (tradicional/moderno) está siendo muy conflictiva y creando muchas dificultades incluso a las mujeres jóvenes.

Unidos a la supuesta independencia y autonomía que proporciona la educación académica y el acceso al mundo laboral, las mujeres jóvenes siguen interiorizando de forma muy insistente valores y creencias como:

  • ­la dependencia afectiva,
  • ­la sumisión en las relaciones,
  • ­la falta de la asertividad, de ambición, la no expresión de la agresividad,
  • ­el vivir en función de los demás, anteponer los deseos de l@s otr@s a los propios, asumir todas las responsabilidades en las relaciones,
  • ­desconocimiento de su cuerpo y de su sexualidad,
  • ­la importancia excesiva que se le confiere a la imagen corporal,
  • ­la asunción de cualidades femeninas tradicionales incompatibles con las modernas,
  • ­la pretensión de ser perfectas a todo aquello a lo que se enfrentan, trabajo, relaciones, etc…

Es necesario mencionar, aparte, dos aspectos muy relacionados:
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Por un lado, la presión social y mediática a la que están sometidas las mujeres jóvenes en relación a su cuerpo y su aspecto físico, desde que son niñas. Se castiga la obesidad y se premia la delgadez, y se relaciona esta última con el éxito social, “…cuántos menos kilos más logros, más autoestima, más felicidad”.

­Y por otro, el tremendo desconocimiento de la propia sexualidad que sigue siendo una sexualidad centrada en el otro, basada en proporcionar placer a través de cuerpos perfectos. Las mujeres jóvenes siguen teniendo el sentimiento de obligatoriedad o deber cuando hablamos de sexualidad en pareja, sigue existiendo el “miedo a la perdida de la pareja si no soy buena amante”. Hemos pasado de la castidad al todo vale, cuántas más relaciones sexuales mejor, a dejarse llevar por los deseos (¿los deseos de quién?) y cayendo de nuevo en otro mito opuesto, ahora la obligación es “autoimpuesta”. Pero considerarse más valiosas sexualmente, depende de hacerse deseable y accesible para el otro, no depende de cómo nos sintamos sino de cómo nos ven los demás.

Las mujeres jóvenes siguen dando el poder sexual a sus parejas, viven mayores situaciones sexuales de riesgo (ahora son provocadoras e incitadoras voluntarias), y siguen sin saber qué quieren y cómo expresar su sexualidad.

En los últimos años venimos observando una característica en el comportamiento de determinadas mujeres jóvenes que cada día es más frecuente. Existe un claro desequilibrio entre sus derechos y sus responsabilidades, a favor de los primeros. Este desequilibrio se observa analizando los conflictos de relación que plantean, en cualquier espacio social pero sobre todo con su familia de origen. Presentan evidentes ideas irracionales y distorsiones cognitivas en la defensa de sus derechos y en la sobrecarga de responsabilidades que imponen a la otra persona. Así exigen más de lo que dan, confunden sus derechos y “echan balones fuera” (responsabilizan a la otra persona del conflicto), con la consiguiente pérdida de educación en la frustración. Nos preocupa que este aparente avance en la defensa de derechos tenga una trayectoria hacia un modelo de dominación y no hacia un modelo de relación asertiva.

Suponemos que este giro es una de las consecuencias negativas de los cambios en la educación basados en la atención absoluta de las madres y los padres hacia los y las hijas/os, y en la falta de responsabilidades que se les exige. Recordemos que estas mujeres jóvenes son hijas de las mujeres de la doble y triple jornada. Mujeres que apuestan claramente por la independencia de sus hijas, sobrevalorando su formación académica y relajando la exigencia de cualquier otro tipo de responsabilidades.

Creemos que, también relacionado con esto, se podría explicar el mayor individualismo que observamos en las jóvenes, que a pesar de que tiene claros aspectos positivos (se construyen más así mismas, tiene más posibilidad de decidir, etc…) significa también una pérdida de la capacidad de empatía y de preocupación hacia el/la otro/a que caracteriza a mujeres de otras generaciones, y que de forma equilibrada, y sin anteponer a las necesidades individuales consideramos de un gran valor.

Existe otro tipo de causas en el malestar de las mujeres jóvenes que a ellas mismas les resulta difícil de identificar, porque las viven como totalmente superadas dentro de nuestra sociedad. En el plano de la subjetividad creen que todos estos factores a ellas no les condicionan por que ya están viviendo en una sociedad en la que existe igualdad, no se reconocen distintas en derechos a los hombres. Nos referimos a la desvalorización social de “ser mujer” en general, a la violencia de género (desde las micro-violencias hasta la violencia manifiesta), las situaciones de discriminación en cualquier ámbito (no tener las mismas posibilidades de acceder a un puesto de trabajo, puestos peor remunerados…), el uso del cuerpo de la mujer como un objeto (en los medios de comunicación y el mundo de la moda), la falta de reconocimiento del esfuerzo de las mujeres, la escasa participación en tareas públicamente reconocidas, etc… Esta situación es doblemente peligrosa. Las mujeres además de seguir estando claramente discriminadas en todos estos aspectos, la falacia de vivir en una sociedad igualitaria adormece la capacidad crítica de éstas, impidiendo que se den cuenta de los efectos negativos que provocan en su bienestar psicológico y, al mismo tiempo, frenando su real participación social y su empoderamiento social.