“¿Cómo puede una mujer caer en una relación de maltrato?”; es una pregunta que nos hemos hecho alguna vez todas las mujeres, y que casi sin pensar la respuesta, nos ha hecho saltar como un resorte con un comentario de tipo “a mí no me pasaría”, o “es que hay mujeres a las que la va la marcha”. Creemos que estamos protegidas contra esa especie de virus que ataca a un tipo concreto de mujeres que terminan cayendo en las garras de unos cuantos psicópatas o enfermos; y pensamos que estamos a salvo porque “en el fondo hay que estar un poco enferma para aguantar ese infierno”, y “yo no tengo ningún problema en la cabeza, soy una chica normal y muy agradable, todo el mundo lo dice”.

A pesar de que ya se va hablando más del maltrato psicológico, cuando pensamos en la violencia que sufren las mujeres de sus parejas, seguimos visualizando más fácilmente a la mujer maltratada físicamente que sale en la televisión. Esta representa un ejemplo extremo que nos hace sentirnos muy alejadas del concepto popular de maltrato; pero la realidad es que las agresiones físicas no suelen producirse al principio de la relación de pareja, sino que antes hay un proceso lento pero continuo de maltrato psicológico. A veces ni siquiera se da el salto a la violencia física; no porque el maltrato sea más light en estos casos, sino porque las conductas más burdas y obvias solo son necesarias cuando las formas más sutiles no funcionan, para conseguir el objetivo principal de éste tipo de violencia: conseguir la disponibilidad absoluta de la mujer para satisfacer las necesidades del hombre, a costa de la anulación personal de ella.

Cuando hablamos de violencia de género, no estamos pensando en hombres agresivos en cualquier ámbito de su vida. Por el contrario, se ha comprobado que la mayoría de los hombres maltratadores pueden ser personas más o menos habilidosas para manejar su ira en el ámbito público, en el cual intentan buscar vías de negociación respetuosa, o por lo menos alternativas a la vía violenta; y en cambio, se permiten descargar selectivamente el estrés cotidiano acumulado dentro del hogar, principalmente sobre su pareja, simplemente por sentirse con ese derecho implícito y heredado culturalmente sobre su mujer.

No estamos hablando de un fenómeno individual que ocurre en relaciones de pareja especiales o raras, en las cuales los dos miembros de la pareja están enfermos: él por no saber controlar su enfado, y ella por aguantar de forma masoquista las consecuencias. De hecho, no se han encontrado más psicopatologías en estas personas que en cualquier otro grupo social; y en el caso de las mujeres en los que se aprecian indicios de trastornos psicológicos, suele ser una consecuencia de la vivencia de la violencia, no una causa o un factor que mantenga la situación de maltrato. Por tanto, los hombres violentos simplemente han aprendido muy bien que para ser valorados como auténticamente masculinos, tienen que dominar y tener el control en la relación de pareja, y que pueden resolver los conflictos con violencia; y las mujeres “maltratadas” han captado a la perfección que una mujer tiene más valor en la sociedad cuanto más femenina sea, y esto implica realizarse a través de la familia, aguantar la pareja que te toque y responsabilizarte de la armonía conyugal aunque sea a costa de tu sacrificio personal.

Esto quiere decir, aunque nos cueste aceptarlo, que CUALQUIER MUJER puede llegar a vivir una relación de maltrato por el simple hecho de serlo; porque ser mujer implica ser educada o socializada para cumplir unas funciones dentro del “rol de género femenino”, y para desarrollar unas características psicológicas que nos facilitan realizar bien nuestro rol, las cuales precisamente son las que nos hacen más vulnerables ante una relación violenta. Curiosamente, el hecho de haber vivido directa o indirectamente maltrato durante la infancia en la familia de origen no es un factor tan significativo en la predicción de maltrato como se pensaba, ya que no llega al 20 % el número de mujeres maltratadas por sus parejas que lo han experimentado.

Pero, ¿cómo es posible que las mujeres podamos aprender a ir en contra de nuestra propia autorrealización personal, en contra de nosotras mismas? Es un proceso complejo, pero básicamente, desde muy pequeñitas vamos aprendiendo lo que es ser “niña” en nuestra cultura, a través de la imitación principalmente de la madre, y por medio de premios o “refuerzos” respecto a las conductas “correctas”, y castigos para las conductas “incorrectas”. Las conductas premiadas tienen que ver principalmente con el desarrollo de cualidades asociadas al género femenino; es decir, con ser obedientes, dulces, dependientes, complacientes, pasivas, y con la represión de la expresión de la ira. En cambio, se castiga todo lo que no coincide con el significado de ser niña, principalmente los comportamientos de independencia, egoísmo y agresividad. La forma más poderosa de conseguir que las niñas/os tiendan hacia las conductas adecuadas socialmente es dar o quitar el afecto; y en el caso de las niñas es muy eficaz, porque primero nos educan para ser dependientes, y luego juegan con la posibilidad de quitarnos su cariño si no nos portamos como los adultos quieren.

Desde muy pronto aprendemos bien que debemos ser “buenas” para que nos quieran; y para conseguirlo tenemos que buscar la aprobación de los que nos sobreprotegen; lo cual nos va a impedir, a medida que llegamos a la etapa adulta, sentirnos seguras, porque no hemos desarrollado la capacidad para ser autónomas, (sobretodo emocionalmente) lo cual es imprescindible para querernos y respetarnos a nosotras mismas; en definitiva para tener una sólida autoestima.

Además, seguimos creciendo con un modelo de amor romántico en la cabeza en el que fantaseamos con nuestro “príncipe azul”; y ya se sabe que detrás de un sapo “repugnante” (con perdón para los sapos) siempre hay un hombre “encantado” que sufre y que espera ser rescatado a través de nuestra fe y nuestro sacrificio.

Así, cuando nos emparejamos, nos solemos tirar a la piscina en plena fase de enamoramiento, entregándonos emocionalmente sin reservas, antes de darnos tiempo a conocer realmente cómo es él. En este viaje emocional llevamos la maleta cargada de mensajes grabados a fuego, como “sacrificio por amor”, “perdonar todo por amor”, “el amor verdadero incluye sufrimiento”…

Cómo es lógico, todo el mundo intenta ofrecer su mejor imagen al comenzar una relación amorosa; y esto incluye muy especialmente a los hombres violentos, los cuales tienen mucho más que esconder que los demás. Este es otro ejemplo de que no tienen porqué ser personas con problemas de autocontrol emocional, ya que suele abundar el hombre seductor y caballeroso dentro de este colectivo.
Nos pueden hacer sentirnos tan bien al principio, como “reinas”, que proyectamos esa sensación de bienestar sobre su personalidad (“es maravilloso”); y no nos damos cuenta de que su objetivo es crear una atmósfera de falsa intimidad en la relación, para llegar cuanto antes a una situación de compromiso en la cual se sientan más seguros de mostrar su cara real, sin riesgo de que salgamos huyendo.

Es muy habitual que esto no suceda hasta el principio de la convivencia en pareja, aunque antes ya se ha podido dar algún episodio aislado de agresividad. ¿Qué ocurre aquí, por qué hay muchas mujeres que no cortan la relación ante el primer indicio de violencia psicológica? Bueno, simplemente no estamos educadas para “fallar” a la persona que nos alimenta la autoestima a través de su afecto, que nos salva del vacío emocional que sentimos muchas mujeres cuando no estamos entregadas a alguien, que nos hace sentirnos especiales por haber sido las elegidas entre todas las demás; y además pensamos “esto no tiene importancia, cualquiera puede tener un mal día, y él es maravilloso, y yo le quiero, y él a mí…”, y en fin, que en esa situación se nos activa la alarma, y nuestra cabeza busca una explicación para hallar una coherencia entre “lo que creo” y “lo que ha ocurrido”. El problema es que no existe esa explicación coherente objetiva, y entonces, como no podemos negar esa situación desagradable, elegimos la explicación más acorde con nuestra estructura mental y con nuestro deseo: “él no es así, todos tenemos un mal momento”. Distorsionamos la realidad, llegando a auto engañarnos y a iniciar un proceso de anulación de nuestro sentido crítico y nuestra capacidad de autoprotección, ya muy maltrechos de por sí por nuestra socialización como mujeres.

Mientras nosotras le vamos quitando importancia a lo que ha ocurrido, él también lo hace, pero no porque piense que es algo puntual o sin importancia, sino porque empieza a percibir que le estamos dando permiso para repetir ese comportamiento al no ponerle ningún límite a su abuso; le estamos empezando a justificar que puede tener razones para ser violento si él lo considera necesario, a tratarnos sin respeto.

Una reacción bastante habitual ante los primeros síntomas de malestar, de que “algo falla” en la relación, es cuestionarnos a nosotras mismas si habremos hecho algo para provocarle, porque no nos cabe en la cabeza, que alguien tan maravilloso pueda tener un comportamiento tan mezquino. Aquí puede manifestarse una tendencia a la autoculpabilización, que luego se va a ver reforzada por él, cuando te atrevas a pedirle alguna responsabilidad en sus acciones.

Otro mecanismo psicológico que nos induce a meternos cada vez más en una relación así es quitarle importancia a su actitud violenta para evitar un posible conflicto con él, principalmente por miedo al rechazo, por temor a que nos retire su afecto; o simplemente a que exprese su enfado, que es algo que hemos aprendido como muy aversivo de vivir, casi “insoportable”. Con lo cual volvemos a posicionarnos en ese rol infantil de niña buena que tanto nos han machacado, en el cual estamos a merced de un adulto que representa una figura de autoridad para nosotras, que nos dice lo que está bien y lo que está mal, y ante el cual no podemos llevarle la contraria porque “él sabe más y siempre tiene la razón de su parte”.

Cuando el miedo a sentirnos abandonadas emocionalmente por nuestra pareja se dispara, podemos llegar a hacer cualquier cosa, incluso a justificar una conducta violenta. Esto puede parecer patológico, pero es muy comprensible cuando estamos convencidas de que no podríamos sobrevivir emocionalmente si la relación se rompiese.

Dentro de ésta dinámica, solo nos queda la opción de culpabilizarnos por lo que ha ocurrido, e intentar ser más “buenas” la próxima vez, exprimiéndonos la sesera para encontrar la “llave mágica” que impida que se vuelva a enfadar. Una vez más, volvemos a cometer el error de pensar que hay alguna manera de predecir cuando va a explotar la cosa, porque llegaremos a comprobar que no tenemos ningún control sobre su irascibilidad: ante una misma situación, él reacciona abusivamente unas veces sí y otras no, porque sus cambios de humor no dependen de lo que yo haga, sino de su necesidad de descargar tensión sobre mí.

Así, poco a poco vamos acostumbrándonos a vivir en un ambiente caótico, en el cual llegamos a “normalizar” una relación agresiva; porque a pesar de los momentos violentos, él también se comporta de manera agradable y amorosa de vez en cuando; y ésta oscilación, y la sensación de que si tienes paciencia te mostrará esa faceta tan maravillosa que te enamoró al principio, es uno de los mayores refuerzos que nos pueden mantener en la relación. Incluso cuando tienes momentos de lucidez en los cuales te sientes desfallecer, con la autoestima ya por los suelos; él te va a expresar de alguna manera el conjuro mágico “te necesito y no puedo vivir sin ti”, acertando de pleno en el corazón de nuestra autoestima femenina, construida para realizarnos a través de dar y de priorizar las necesidades de los demás a las nuestras.

Esta es la manera en la que cualquier mujer puede iniciar una relación destructiva; nos han maleducado para renunciar a nuestro derecho a ser bien tratadas, a ser respetadas como personas. Adaptarse a una relación de violencia puede parecer una locura digna de personas enfermizas, pero la verdad es que venimos de una trayectoria histórico-cultural en la cual a las mujeres nos han “programado” psicológicamente para soportarlas; y aunque las “formas” se van suavizando en las sociedades más occidentales, y la violencia explícita ya no es políticamente correcta, los “contenidos” básicos aprendidos no son fáciles de cambiar si no hay un proceso psicológico consciente.

Afortunadamente, las relaciones de pareja van evolucionando poco a poco, y cada vez hay más tendencia a buscar formas de comunicación más equilibradas; pero eso solo ocurre entre personas que apuestan por un cambio personal y que deciden asumir la responsabilidad de construir sus relaciones rompiendo los roles de género aprendidos desde la infancia.